13 octubre 2019

Ana y la muerte

Ana sabe que los días soleados son buenos. Pero hoy es la excepción. Su madre la ha llamado por teléfono para darle la triste noticia. Sale de su casa y no sabe cómo, pero ha cruzado la ciudad a una velocidad inesperada. Tampoco recuerda qué hizo en el camino. Solo sabe que llegó a la casa de su abuela justo a tiempo.
Le tiemblan las manos. No quiere entrar a la habitación, tiene la esperanza que si se demora, el inevitable final no va a llegar. Su mamá la empuja, con algo de impaciencia. Ana la entiende, pero le dedica una mirada de reproche antes de entrar.
Su abuela está en la cama. Todo parece indicar que la escena que se repite desde hace un par de meses hoy no será igual. Ana entra, se sienta a su lado, la toma de la mano. Quiere hablarle sobre algún tema banal, como venía haciendo los días anteriores, pero no le sale una palabra. De pronto la arrebata una loca idea... ¿Y si se quedó muda? Aclara su garganta. Quiere ser dulce, pero el temblor de las manos se expande al resto del cuerpo y entonces le sale un áspero "Hola". No puede creer que su voz suene tan ronca. Mira para los costados y descubre al pie de la cama a su madre. Está parada con la mirada fija, al frente. Parece no haberla escuchado.
Entonces Ana decide quedarse en silencio. Mira a su abuela. Solo le sostiene la mano, acariciándola con un ritmo digno de músico experto. Se detiene en la mirada. Hay algo que es diferente a cualquier otra mirada. Está convencida que solo pasa cuando descubrimos que nos llegó la hora. Se le cierra la garganta, pero mira a su abuela y le sonríe. Quiere decirle tantas cosas, pero tiene miedo de hablar y que vuelva esa voz alienada. Tiene un nudo en la garganta y le duele. Piensa en la muerte. En esa mirada que brilla diferente, con una mezcla de miedo y de resignación. Una mirada que suplica, pero que entiende que ya no hay más nada por hacer. Ana piensa en cómo durante mucho tiempo creyó en las escenas sublimes de cine, pero no hay nada de romántico en la muerte. En la real, no hay una música emocionante de fondo, ni luces tenues, ni palabras poéticas de despedida. En la vida real la muerte es tosca. Llega sin preámbulos. Hay un silencio ensordecedor que se rompe solo una vez ocurrido el inevitable desenlace. Y la mirada se apaga, lentamente. Ana puede decir con exactitud cuál fue el momento exacto en que sucedió. Cuando la mirada perdió todo brillo y se escuchó claramente el último respiro. No suelta la mano de su abuela y mira a su mamá, pero su vista está nublada por las lágrimas. Aprieta los dientes y siente como el nudo de la garganta explota. Siente un vértigo que solo quien subió a una montaña rusa puede entenderlo. Es consciente de cada musculo y le hierve la sangre. La explosión que se desencadenó en la garganta invade cada nervio y cuando está a punto de caer, escucha el llanto de su madre. Y como si existiera una palanca que lo apagara todo, instantáneamente Ana decide usarla. La explosión desaparece. Vuelve a tener control sobre su mente. Se para y abraza a su madre. Quiere absorber un poco del dolor. Sabe que es imposible, pero igual jura intentarlo todos los días. Puede que funcione.

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